Este lunes bajan, en teoría, los billetes de avión, al aprobar el nuevo Gobierno el descuento a residentes del 75%. Alegría, sí, pero como todo en esta vida, el tema resulta más complicado de lo que parece. Para empezar, nunca entendí cómo pese a los sucesivos descuentos cada vez pagamos más. El Gobierno –es decir, todos nosotros– abona el descuento, pero las compañías aéreas suben el precio del billete en la misma proporción. Además, nunca comprendí –es un decir– por qué cuando compramos un billete por Internet la página nos da un precio y nos pregunta si somos residentes; marcamos el sí… pero el precio apenas se reduce, ni 33, ni 50, ni 75 ni gaitas. Alguien debería hacer algo con tan curiosos fenómenos, que duran ya demasiados años.
Y les decía que, más que el Gobierno, la nueva subvención, pensándolo bien, la pagamos nosotros de nuestros impuestos, sobre todo quienes no vuelan. En este sentido, el nuevo descuento es bueno para los acomodados, pero no tanto para los pobres, que no suelen volar y pagan los viajes de los ricos. Por otra parte, la bajada de precios disparará la demanda futura (ya se espera un 30% más de reservas a partir del lunes), y eso es malo para el medio ambiente, que los aviones, por si no lo saben, contaminan muchísimo. Pero desde el punto de vista de la afectividad permitirá a muchos residentes visitar con más frecuencia y regularidad a los parientes y amigos de la península, y eso es bueno, como también resulta bueno para quienes tienen claustrofobia isleña y necesitan oxigenarse con más amplios horizontes, físicos o culturales, cada cierto tiempo.
Teniendo en cuenta que en las islas no podemos tomar el tren ni conducir nosotros, prevalece el derecho a no pagar más que un peninsular por un desplazamiento de la misma distancia. Así que mientras haya petróleo y la atmósfera aguante, que poco queda, viajemos todos. Después ya veremos, y que nos quiten lo volado.
Francisco González, sociólogo
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