Decía Concepción Arenal que debemos odiar el delito y compadecer al delincuente, pero tiene algo de satisfactorio ver a personajes otrora todopoderosos entrando en la cárcel. El último en entrar en el hotel estatal ha sido el exministro de Economía, exvicepresidente del gobierno, exgerente del FMI y expresidente de Bankia Rodrigo Rato, quien se va a pasar una temporada sin bañador amarillo ni champán. Digamos la verdad: hay una morbosa mezcla de cruel alegría y lapidación pública cuando por fin los vemos así. No lo reprocho, a todos nos pasa un poco y supongo que el oprobio es parte del castigo. En Estados Unidos los parientes de las víctimas pueden asistir a la ejecución de los asesinos de sus familiares. Aquí nos conformamos con enviarles el último insulto en la puerta de la prisión a quienes nos han robado y empobrecido mientras vivían a cuerpo de cardenal, que es mejor incluso que a cuerpo de rey.
Y, pensándolo bien, no solo sentimos un malsano regocijo cuando vemos el ingreso de los ladrones condenados, sino que en cada declaración de juzgado, en cada permiso de tres días, nos recreamos en su caída. Seguimos con morbosa fruición la paulatina mutación física y moral de los Bárcenas, Miguel Roca y Julián Muñoz, Mario Conde, Maria Antònia Munar o Jaume Matas; cómo pasan de los trajes exclusivos y las joyas, de las cirugías estéticas de lujo y los maquillajes caros a ser una sombra de sí mismos, tristes, abatidos, inseguros, acabados, vestidos de baratillo taleguero y con muchas, muchas arrugas, enmarcadas en un corte de pelo y tinte carceleros. Al Bigotes de la Gurtel incluso le cambió la forma de hablar, de pija a cheli taleguera.
Noventa políticos están en prisión en España por delitos de corrupción, cinco de ellos de Balears, pero no teman, gente de la política, que la inmensa mayoría se va de rositas y nadie ha devuelto el dinero robado. Pero entiendan también que el populacho, como aquellos revolucionarios que apedreaban los cuerpos de los nobles degollados, se regocijen por una vez con el mal ajeno; entiendan que placeres tan miserables se corresponden con sus conductas, igual de miserables.
Francisco González, sociólogo.
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