Estoy malito. He pillado una gripe de primavera. Me imagino lleno de bichitos microscópicos peleándose dentro de mí con mis anticuerpos.
Ya saben lo mal que se pasa: dolor de cabeza, frío, sudores y escalofríos, la nariz atascada que al mismo tiempo no para de chorrear y la mesilla de noche llena de medicamentos. Ir al baño o comer es una aventura y la fiebre te atonta más de lo habitual. Descubre uno músculos y articulaciones que ni sabía que tenía, porque te duelen sitios rarísimos, y sientes un cansancio inmenso no te permite ni parpadear.
En fin, dejaré de autocompadecerme. Todos sabemos cuán desagradable es pasar un trancazo. Pero pensándolo bien, la enfermedad pasajera tiene su lado positivo. Y no me refiero, o no tan sólo, a esos tres o cuatro días sin trabajar y a los mimos y cuidados de la familia. Suele ocurrir que cuando nos encontramos mal pensamos, aunque sea a ratos intermitentes, en la otra mucha gente que al mismo tiempo lo estará pasando mal, que tiene dolores, sufre o no se vale por sí misma. Nos solidarizamos en el dolor con el accidentado de tráfico de larga recuperación, la anciana de 90 años llena de achaques, el que padece enfermedades raras para las que no hay cura ni alivio, el estigmatizado enfermo de sida, el del cáncer terminal harto de la quimioterapia, la que tiene el riñón lleno de piedras o los de la ciática o las migrañas. E incluyo aquí también las que podríamos llamar enfermedades sociales: por ejemplo, las kellys, las limpiadoras de hoteles, que dado lo duro de su trabajo viven con dolores crónicos y llenas de vendas y pastillas.
Tal vez ésa sea la lección que nos deja cada enfermedad pasajera: además de un recuerdo de cuán frágil y preciada es nuestra salud, que no se valora hasta que no se pierde, nos hace pensar en los otros, desarrolla nuestra empatía y por lo tanto nuestro cariño y comprensión hacia los demás humanos. La enfermedad pasajera nos pone, bastante literalmente, en la piel del otro, y eso está bien. Pero qué lástima que seamos así y necesitemos del dolor propio para lograr esa empatía con el sufrimiento ajeno, que cuando estamos bien todo es fiesta y a los demás que les den.
¡Ay!, me vuelvo a la cama.
Francisco González, sociólogo
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