Hay semanas en que no estamos para bromas. Mallorca está de luto. Muchas personas han muerto con las recientes lluvias y muchas más han perdido, de alguna forma, parte de su vida. Al dolor de las familias de los fallecidos se suma la de los cientos de damnificados. Todo parece menos grave cuando lo vemos por la tele, donde vemos los coches amontonados y pensamos en el gasto de nuevo vehículo que le espera a nuestros paisanos. Pero, pensándolo bien, esas casas inundadas significan además la pérdida de bienes y riquezas, tal vez la pobreza para muchos, y también la pérdida de objetos especiales, álbumes de las fotos de una vida, obras de arte irrepetibles, ordenadores y teléfonos con datos importantes, papeles de escrituras, contratos y todo tipo de documentación, muebles de la infancia, colchones y alfombras, libros únicos y mil dolorosos casos más.
Después, el lío sin fin de los seguros –quien lo tenga–, de la limpieza, de los albañiles y pintores, de abogados y notarios, y, en general, de una retahíla de gestiones tediosas e inacabables.
Poco se puede decir en un caso así. Cabe el recurso de achacar a las autoridades si el cauce estaba limpio o si el ingeniero diseñó las obras como toca, o para señalar, probablemente de forma acertada, al cambio climático, pero tristes consuelos son.
Cabe dar las gracias a todos los profesionales que trabajan sin descanso al pie del terreno y a todos los voluntarios que con corazón generoso entregan su tiempo y su esfuerzo a quien estos días lo ha necesitado. Y me atrevo a pedirles que, si alguien lo estaba tramando, eviten hacer turismo de catástrofe en la zona: la desgracia ajena no es un espectáculo.
Si acaso, una última reflexión, la misma que hacemos en tantos entierros: pendemos de un hilo y en cualquier momento nos espera el destino. Ánimo y fuerza para todos los afectados.
Francisco González, sociólogo autor de ‘Pensándolo bien’.
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