De pintadas y grafitis
Las primeras obras de arte de la humanidad fueron pinturas realizados en muros. Manos, bisontes, ciervos y cazadores aparecen hace veinte mil años en la paredes de Altamira o Lascaux. Los muros existieron mucho antes que los lienzos, y por supuesto antes que las pantallas. Y hoy se sigue pintando en los muros. Es el grafiti, una forma de arte urbano, nieta de los mosaicos decorativos greco-romanos, prima de los frescos renacentistas y sobrina carnal de los murales de Diego Rivera.
Quede claro que por grafiti o pintada artística no me refiero a actos de mero vandalismo, como el acontecido hace días en una naveta prehistórica de Menorca, garabatos que no se pueden imputar al impulso artístico y ni tan siquiera al espíritu iconoclasta o a la falta de respeto, sino más bien a la ignorancia. Y no me refiero tampoco a la pintada del tipo «Tonto el que lo lea» (aunque a veces tengan su miga literaria), ni a las simples firmas repetidas, sino a una de las más vibrantes y genuinas expresiones culturales de nuestro tiempo. De hecho, el arte contemporáneo ha asumido el grafiti, y la obra de artistas como Basquiat, puro grafiti, gozan de un prestigio indiscutible y de unas cotizaciones astronómicas. Por mi parte, les confieso que me gusta Bansky.
A diferencia del elitismo del museo y la galería, que poca gente pisan, el grafiti está en la calle, es del pueblo y para el pueblo, presume de visibilidad. Muchas veces anónimo y hasta clandestino, casi siempre perseguido, consciente de ser efímero, el arte callejero con frecuencia denuncia, sueña, señala, nos hace pensar y nos aporta belleza inesperada a la vuelta de la esquina.
Pensándolo bien, aunque el grafitero suele ser osado y tender a la rebeldía, parece inevitable y muy conveniente llegar a un acuerdo entre el respeto y la administración del espacio público por un lado y el florecimiento del arte espontáneo por el otro. Hay demasiado muro vacío y desangelado y demasiado artista con algo que decir y pocas oportunidades para hacerlo, y ambas cuestiones se pueden solucionar mutuamente. Nunca mejor dicho, el arte está al cabo de la calle.
Francisco González, sociólogo